Soy Nuestra Señora del Rosario.
La séptima aparición de Nuestra Señora (sexta a los pastorcitos).
«Salimos de casa bastante temprano, contando con las demoras del camino. El pueblo estaba en masa. Caía una lluvia torrencial. Por el camino se sucedían las escenas del mes pasado, más numerosas y conmovedoras».
En la Cova da Iria, la multitud era tan densa que Jacinta tuvo que ser llevada en andas hasta la encina y sus papás tuvieron mucha dificultad para quedarse cerca de los pequeños.
«En el lugar de las apariciones había un sacerdote, que había pasado allá la noche, y que leía su breviario. Al mediodía, cuando los niños llegaron, el sacerdote les preguntó a qué hora Nuestra Señora iba a llegar.
– Al mediodía, le respondió Lucía.
El sacerdote sacó su reloj, y dijo:
– ¡Miren, ya es el mediodía! ¡Nuestra Señora no miente! ¡Vamos a ver!...
Pasados algunos minutos, este buen sacerdote sacó nuevamente su reloj, y dijo:
– El mediodía ya pasó. ¡Que todo el mundo se vaya!... ¡Todo esto es una ilusión!...
Pero Lucía no quería irse, y el sacerdote comenzó a empujar a los niños con sus dos manos. Lucía, llorando, le dijo entonces:
– ¡Que aquellos que se quieran ir, se vayan! Yo, yo no me voy. Aquí yo estoy en mi casa... Nuestra Señora dijo que vendrá... Las otras veces vino, y ahora ¡Ella vendrá también!»
Era más o menos la 1 de la tarde, hora legal: en efecto, para adoptar la hora de los beligerantes, el gobierno portugués estableció en el país una hora legal, adelantada 96 minutos con respecto a la hora solar.
Continuaba lloviendo.
Lucía, transportada por un movimiento interior, pidió a la multitud que cierre los paraguas para rezar el Rosario.
En lo alto del camino que dominaba la Cova da Iria, asistimos entonces a un espectáculo asombroso, que un testigo notó: «Esa masa confusa y compacta cerró los paraguas, descubriéndose en un gesto tanto de humildad como de respeto, pero que me dejó sorprendido y lleno de admiración, porque la lluvia, caía insistentemente, mojando las cabezas de todos, empapando e inundado todo».
La lluvia se detuvo. A la 1:30 de la tarde, hora legal, era por lo tanto, aproximadamente casi el mediodía de la hora solar.
Lucía dijo a Jacinta:
«¡Oh, Jacinta! Arrodíllate, ¡Está llegando Nuestra Señora! ¡Ya vi el relámpago!
Jacinta le dio un codazo y dijo: ¡Habla, Nuestra Señora ya está aquí!
– ¿Qué es lo que quiere Usted de mí?
– Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mi honra, soy la Señora del Rosario; continúen rezando el Rosario todos los días. La guerra terminará y los soldados volverán pronto a sus hogares.
– Tenía muchas cosas para pedirle: que cure algunos enfermos y convierta algunos pecadores, etc...
– Algunos sí, otros no. Es preciso que se corrijan; que pidan perdón por sus pecados.
Y tomando un aspecto más triste:
– No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido.
– ¿Quiere Usted alguna cosa más?
– No, no deseo ninguna otra cosa.
– Entonces yo tampoco quiero pedir nada más.
– ¡Ella se va! ¡Ella se va!
– ¡Miren el sol!
Y, abriendo sus manos, Nuestra Señora las hizo reflejarse en el sol. Y, mientras se elevaba, continuaba el reflejo de su propia luz proyectándose en el sol. He aquí el motivo por el cual exclamé que mirasen al sol. Mi fin no era llamar la atención de la gente hacia él, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia».
«Nosotros pudimos mirar el sol perfectamente, cuenta Ti Marto, sin cegarnos. Diríamos que el sol disminuía su intensidad y se reavivaba, a veces de una forma, a veces de otra. Lanzaba rayos de luz, aquí, allá, y pintó todo de diferentes colores: los árboles, la gente, el suelo, el aire. Lo más extraordinario fue que el sol no lastimó nuestros ojos en absoluto. Todo estaba quieto y silencioso; todos miraban hacia arriba. En cierto momento el sol pareció detenerse y luego comenzó a moverse y bailar hasta que pareció que se desprendía del cielo y caía sobre nosotros. ¡Fue un momento terrible!»
«El sol parecía aumentar su volumen, contó María José de Lemos Queiros, precipitarse y caer a la tierra, como para anunciar algo a la vez feliz y aterrador. El sol parecía caer sobre nosotros, manifestándose el milagro, y saludando a la Reina de los cielos y del universo que hablaba a los tres pastorcitos».
«El sol, dijo también María Carreira, convirtió todo de diferentes colores, amarillo, azul, blanco, se sacudió y tembló, parecía una rueda de fuego que iba a caerse sobre la gente. Gritaban: "¡Oh Jesús! ¡vamos todos a morir!" "¡Oh Jesús! ¡moriremos todos!" Otros decían: "¡Nuestra Señora, socorro!" Y rezaban el acto de contricción. Había también una mujer que comenzó a confesarse en voz alta diciendo: "Hice esto, hice aquello... y esto también!" Finalmente, el sol se detuvo, y todos suspiraron aliviados».
Mientras que la gente contemplaba el grandioso milagro del sol, los tres pastorcitos disfrutaron de un espectáculo diferente. Tuvieron la oportunidad de admirar, en pleno cielo, tres escenas sucesivas:
La visión de la Sagrada Familia.
«Desaparecida Nuestra Señora en la inmensa lejanía del firmamento, vimos al lado del sol, a San José con el Niño y a Nuestra Señora vestida de blanco, con un manto azul. San José con el Niño parecían bendecir al mundo, con unos gestos que hacían con la mano en forma de cruz».
La visión de Nuestra Señora de los Dolores.
«Poco después, desvanecida esta aparición, vimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, que me daba la idea de ser Nuestra Señora de los Dolores. Nuestro Señor parecía bendecir el mundo de la misma forma que San José».
La visión de Nuestra Señora del Carmen.
«Al desvanecerse esta aparición, me pareció ver todavía a Nuestra Señora bajo el aspecto de Nuestra Señora del Carmen» [El escapulario pendía de su mano].
A partir del momento que el sol volvió a su lugar, todas las personas, que se habían empapado con la lluvia, pudieron constatar con alegría y estupefacción que se habían secado completamente.
«Cuando el sol volvió a la normalidad, cuenta el doctor Carlos Mendes, tomé a Lucía en mis brazos para llevarla hasta el camino. Hecho extraordinario, ella buscó levantarse sobre mi espalda convirtiéndose, de esta manera, en la primera tribuna de la cual ella predicó el mensaje que acababa de confiarle Nuestra Señora del Rosario.
Con una gran fe, dijo con una voz fuerte y segura: "¡Hagan penitencia! ¡Hagan penitencia! Nuestra Señora quiere que hagan penitencia. Si hacen penitencia, la guerra terminará".
Su actitud enérgica, calurosa, llena de entusiasmo, como si ella estuviese cumpliendo una misión, me impresionaron profundamente. Ella parecía inspirada. Su voz tenía entonaciones similares a la de un gran profeta».